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Cachicamos

Cachicamos

Por Luis Daniel Vega 

I

El armadillo es un mamífero acorazado de costumbres crepusculares. Con sus gruesas garras suele dragar pozos muy profundos; incluso puede llegar a menoscabar las tuberías de las casas. Su presencia a lo largo del continente americano -desde las tierras templadas al sur de los Estados Unidos hasta el norte de Argentina- nos revela sobrenombres variopintos, sonoros y curiosos: quirquincho, cusuco, pitero, tatú, toche, pirca, mulita, peludo y piche. En Colombia se le conoce como gurre, jerre-jerre y cachicamo. Con su caparazón rugoso construyen charangos.

II

En la falda del cerro Auyan-tepuy  vivió Maichak. No sabía cazar, ni pescar, ni tejer cestas. Un cachicamo llamó su atención mientras deambulaba sin saber qué hacer. Cargaba el animalito una maraca en la pata. Cantaba una canción: “Yo toco la maraca del báquiro salvaje. Yo toco, yo toco”.  Repitió tres veces la tonada, se paró sobre sus patas y agitó su instrumento. A todo galope apareció, de repente, una manada de báquiros. El cachicamo advirtió súplica en los ojos de Maichak. Le enseñó los versos y le regaló las maracas. Ese día el hombre inexperto aprendió a cazar.

[Videoclip Nacional destacado: LXuasma – Time out]

III

En el desván de la casa de mi tío había mapas viejos, láminas con ilustraciones de fósiles y animales prehistóricos, una mesa de dibujo, reglas, compases y una máquina para tajar los lápices. Encima de un armatoste había un armadillo disecado. Embelesado, solía pasar mi mano por su armadura brillante. Luego de muchos años volví a esa buhardilla. Ya no había nada más que unos cuantos libros y aquella escultura espeluznante e imposible. Me estremeció el arte del taxidermista: esculpe el eterno silencio de la materia inerte.

IV

El universo náutico nos depara fabulosas palabras como escafandra, astrolabio, carabela y balandra. Esta última –que alude a una pequeña embarcación de vela- nombró con gracia el laboratorio de canciones que por allá en el año 2013 tramaron la pianista Andrea Hoyos y la cantante Ana María Romero. En esos años hablaban del aire, de súplicas amorosas soterradas e ingenuas. Flotaban en aguas dóciles. Un lustro más tarde, ya sin la presencia de Romero, Hoyos retoma el oficio de hacer canciones desde otra estancia. La ha llamado Cachicamo, como aquel acorazado que habita las extensas llanuras orientales de Colombia. Sin dejar de un lado la candidez, su reflexión se detiene en lo efímero, en la fugacidad, en la finitud de las cosas.

V

Situado en la región de los Llanos del Orinoco, el entramado musical llanero se conformó canónicamente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ya fuera en el ámbito rural o en el urbano, el joropo –con todas sus formas y variantes rítmicas como el galerón, el seis por derecho, el pasaje, el gabán, el carnaval, el pajarillo, la kirpa y el zumba que zumba– es una música regional popular que ha permanecido sitiada dentro de fronteras geográficas y simbólicas.

Bien entrada la década de los noventa estas prácticas musicales, arraigadas en idealismos de pureza e identidad, sufrieron un remezón. La agrupación Mayelé acercó el joropo por primera vez al jazz, de igual forma que Guafa Trío hizo lo suyo una par de años después. Por su parte, el Ensamble Sinsonte se decantó por una suerte de joropo camerístico, mientras que el arpista Edmar Castañeda y Cimarrón encontraron cruces con el jazz afrocubano y el flamenco. A su vez, las pianistas Claudia Calderón y Laura Lambuley descubrieron hilos insospechados: la primera con el son jarocho y la segunda con el impresionismo y Bill Evans. La cantante Lucía Pulido arropó con tintes vanguardistas cantos de trabajo y, recientemente, los Arpistols le han abierto una puerta inexplorada al arpa en el contexto del jazz.

VI

De alguna manera, esta es una incipiente historia de préstamos y metamorfosis que se traduce en transgresión.  En el caso particular de Cachicamo, Andrea Hoyos evita deliberadamente la mímesis, así como la parodia y la ironía, dos lugares en los que la agitación se ha sentido muy cómoda. Si bien el punto de partida son algunos motivos rítmicos y armónicos del joropo, su exploración representa, más bien, la metáfora sonora de una llanura imaginada que no encaja en una postal turística.

Ese arrojo –que se vale de la elasticidad del jazz para crear una mitología personal- nos transporta a una vastedad donde hay tanto de suspenso y congoja como de quietud y delirio. También es crudo y onírico. Remite al Charlie Haden de la Liberation Music Orchestra, a Ennio Morricone y al contradictorio devenir de Arturo Cova, quien hundido en la media luz de un hato destartalado, echa por la boca: “Así, con la música, recorro la gama del entusiasmo para descender luego a las más refinadas melancolías; de la cólera paso a la transigente mansedumbre, de la prudencia a los arrebatos de la insensatez.”