MORIRÁN LOS HOMBRES PERO NO SU CANTO: ¡QUE VIVA LA MÚSICA!

 

Por Daniel Bonilla - @Seppukultura

 

Alguna vez dijo el ensayista inglés Walter Pater que todas las artes aspiran a la música, lo cual, por supuesto, obliga algún tipo de aclaración. Según Jorge Luis Borges esta sentencia obedece a que, en la música, el fondo y la forma son inseparables, y a su vez el crítico austríaco Eduard Hanslick aseguró en su momento que la música es una lengua que podemos usar y entender, pero que no podemos traducir. Habría que desprender de esto que la música como expresión artística siempre se resiste a ser explicada o reducida a un equivalente verbal, por lo que cualquier sentido que se le atribuya termina siendo siempre arbitrario. Algo parecido podría decirse que ocurre con la danza, el arte no figurativo y algunos experimentos audiovisuales contemporáneos que prescinden totalmente del sentido que se les pueda atribuir, pero que a la vez son objeto de innumerables interpretaciones, todas ellas siempre en el orden de la especulación.

 

Por eso, hablar sobre la música es más bien una ilusión, es intentar acercarse a un lenguaje articulado de sonidos pero sin lograr aprehenderlo jamás. Ahora bien, qué decir de una novela que se construye con la música como sostén, como es el caso de ¡Que viva la música! del escritor caleño Andrés Caicedo fallecido hace ya 36 años. Allí solo quedan dos opciones: la de una novela que despliegue un saber más bien erudito sobre alguna música en particular o la de una escritura que “aspire a la música”, para retomar las palabras de Walter Pater.

 

¡Que viva la música! encierra las dos posibilidades y también sugiere las dos lecturas. Por un lado, es una revisión de lo que significaron el rock & roll y la salsa en cierta porción de la juventud caleña a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, con dos referentes muy precisos: los Rolling Stones y Richie Ray y Bobby Cruz, cuyas canciones circulan a sus anchas por las páginas de la novela, intercalándose, a veces de manera camuflada, con las frases que Caicedo atribuye a María del Carmen Huerta, narradora y personaje principal.

 

[VER ROLLING STONES: SIMPATÍAS E INSATISFACCIONES DE MEDIO SIGLO RODANDO COMO PIEDRAS]

 

Por el otro lado, lo que tenemos es una novela furiosa. Más canto y grito desgarrado que palabra articulada, pensada. No es una búsqueda de sentido lo que anhela ¡Que viva la música!, es otra cosa, es más bien la necesidad de soltar palabras de manera desaforada, y aparentemente sin control, para que el lector vaya encontrando la sonoridad que desea. Y ese frenesí con el que está escrita halla un vehículo expresivo muy poderoso en la voz de una narradora femenina, con lo que se podría decir que es gracias a esa voz que la novela se dispara hacia órbitas insospechadas en tanto lo femenino linda con lo emotivo puro y se aleja de esa palabra masculinizada y mecánica que propende por lo lógico y lo racional, dando paso más bien a un ritmo verbal desatado más cercano a lo dionisíaco.

 

Esa música verbal, por así llamarla, carece que etiquetas, no es salsa ni es rock, es más bien aquello innombrable que solamente es posible traducirlo en un ritmo veloz en el que las mismas frases tienden a desaparecer. La rumba, la música, el alcohol, la droga, todo conduce a la desaparición de la palabra, porque al centro de todo ello existe algo que está más allá de lo comunicable. Esa es posiblemente la característica principal del monólogo interior de María del Carmen y como lectores tenemos una ventana privilegiada a eso que constituye su goce más personal, ese que no depende de nadie más. Esa separación está marcada por la presencia constante de la música que aquí no tiene como objeto la comunión ni el rito colectivo, como podría pensarse, sino más bien alzarse como el sello de la ruptura con los demás. No en vano, el final de María del Carmen es solitario, volviéndose una con la música, la misma que queda como suspendida en el aire pero que sugiere el triunfo del silencio por sobre todas las cosas.

 

Lo que en un momento es el bullicio de la rumba, el alboroto y el erotismo de los cuerpos calientes, poco a poco va derivando en una sensación de ajenidad absoluta, de separación con el mundo que inevitablemente conduce a la muerte y al vacío. Lo curioso es que a ello se llega por vía de la palabra escrita y no por el sonido. Esa palabra escrita que empieza contando la historia de una ciudad y de algunos de sus personajes se despoja de su significado para volverse ruido, jeringonza, golpe de tambor, gemido, rugir de cobres, rasgado de cuerdas de guitarra eléctrica. Pero a ello contribuye también que la narración intercala letras de canciones como si de un collage se tratara. Algunos leerán esto en clave intertextual y seguro tratarán de descifrar cada uno de los referentes para intentar dar más claridad al texto.

 

                                                   Andrés Caicedo y Héctor Lavoe en Cali

 

Pero más importante que dar luz a una novela oscura es dejar que la oscuridad de su prosa se explaye hasta más no poder, ya lo hicieron en su momento Joyce, Beckett, Burroughs y Kerouac (a quienes con seguridad leyó Caicedo) y un par de siglos antes el Conde de Lautreamont, cuyas novelas repelen el sentido y disparan la interpretación, dejando más una melodía y un ritmo en el aire que la posibilidad de una palabra que las explique. Esta es finalmente la palabra que aspira a la música, una palabra densa, oscura y nebulosa pero que queda resonando como un eco que no se detiene. Es esa literatura que parece pertenecer solamente a quien la escribe y que, a pesar de ser leída, introduce demasiada distancia entre el autor y su receptor. Es una escritura que supone un acto tremendamente liberador y que por momentos pareciera prescindir del lector. Esa imperfección estilística, ese sinfín de desfases lingüísticos no hacen mella en su contundencia porque lo que está en juego es de otro nivel. Posiblemente la necesidad de expresarlo todo en el menor tiempo posible. Pretensión de novela total, tal vez, que al forzar el error del lenguaje encuentra otro tipo de expresividad.

 

O tal vez no se trate de expresar nada sino llevar las palabras al extremo del delirio para que solamente vibren, porque en esa vibración es la muerte la que se aplaza. María del Carmen como una Scherezada que mantiene a raya la muerte mientras logre contar más aventurillas. Pero cuando la música termina no es que haya dejado de sonar sino que ya no suena como ese grito primigenio e infantil, y ha dado paso al mundo adulto.

 

[VER ISMAEL RIVERA: DALE LA MANO AL CAIDO]

 

Se dice que esta es una novela de iniciación, pero es todo lo contrario, es una novela desesperanzada que trata de la imposibilidad de pertenecer a un mundo dominado por las leyes de los mayores, por eso, si se advierte algún rito iniciático, rápidamente es conjurado. No se pretende mostrar ningún aprendizaje que prepare a un individuo para vivir en el mundo sino advertir más bien que ese mundo es hostil y no vale la pena esforzarse por pertenecer a él.

 

Andrés Caicedo se suicidó el 4 de marzo de 1977, a los 25 años, el mismo día en que recibió un ejemplar impreso de ¡Que viva la música! Lo que ese evento desencadenó en él ya hace parte de la leyenda, pero si damos un paseo por las páginas finales de la novela, tal vez tengamos una respuesta, porque allí cambia el tono, y ese galopar desbocado da paso a una suerte de exhortación a no crecer nunca, a morir antes de renunciar a los sueños adolescentes. Y como él mismo dijo en la voz de su rubia narradora: “Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos”.

 

Todo terminó así: en una mano el libro, en la otra las 60 pastillas de secobarbital y al frente, la tranquilidad de la música y la muerte.

 

 

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