Son las 11:55 pm del 31 de diciembre de un año cualquiera. En los radios, los equipos de sonido, seguramente también en los computadores de muchos hogares colombianos, por no decir que en todos, suena “Faltan cinco pa’ las doce”, una más de tantas canciones que por décadas se han escuchado y que han servido de banda sonora para recibir el año nuevo y despedir el que termina. El repertorio de melodías es amplio, todas ellas muy conocidas, y una tras otra inundarán el ambiente hasta bien entrada la madrugada del primer día de enero, anunciando que en el horizonte próximo ya brillan los destellos de un porvenir prometedor.
Los abrazos van y vienen, las mujeres y los hombres, ataviados con sus mejores galas, besitos se dan y al compás de la música, danzan. Si el año pasado tuvimos problemas, quizás este tendremos más. Alguien se va de la fiesta porque una linda viejecita lo espera para compartir esa noche especial. Otro más celebra que el año que se fue le dejó una buena suegra.
Los más pequeños, aquellos que han resistido despiertos hasta altas horas de la media noche, observan con agrado cómo sus mayores son presa de una alegría sin fin. Pero también hay lágrimas, alguien enarbola una copa con vino tinto y brinda por aquellos que no están. Augura la prosperidad y la buena ventura para todos los presentes, pero sobre todo, brinda por los ausentes. Aquellos que en el año que culmina se fueron para siempre o los que la vida apartó para buscar fortuna en otras latitudes. En la mesa, preparada con los más suculentos platos, signo inevitable de prosperidad, siempre hay sillas vacías, sillas que no serán ocupadas por nadie. Pero la memoria es bondadosa y allí cada quien tiene su lugar de privilegio.
Algunos más ácidos y rancios esquivarán toda celebración. Dirán que el jolgorio no es asunto de ellos y que esta es una noche más. Solos o acompañados, puede que la alegría no invada sus corazones, pero de buena manera aceptarán un abrazo si alguien se acerca a ellos a ofrecerlo. En algunos hogares, definitivamente nadie se contagiará del júbilo. La tragedia y el dolor aparecieron durante el año, y ese manto oscuro y pesado, tal vez sea imposible de descorrer.
La crónica de esta celebración, que es a la vez un ejercicio de nostalgia, siempre tendrá en el fondo melodías impregnadas de sentimiento. El villancico que los niños cantan y acompañan con panderetas, el vallenato y los porros sabaneros que los mayores tararean mientras apuran un sorbo de aguardiente.
Pero hay una canción que llama especialmente la atención. Esa que lleva por título “Yo no olvido el año viejo”, que ha dado la vuelta al mundo y que incluso en Japón ha tenido buena recepción, supone un interrogante digno de explorar: la memoria. Sí, esa que nos une a los seres queridos y a veces, no nos permite olvidar las ofensas. También la memoria es dignataria de la culpa por los errores cometidos o el sufrimiento de otro por nuestras acciones.
Para quienes la recuerden (seguramente todos), sabrán que su letra es realmente sencilla. No más allá de seis versos que se repiten en varias ocasiones, pero su calado en el sentir popular, no solo colombiano, es tan hondo y firme que no deja de sorprendernos que cada vez que se escucha, las lágrimas se agolpan por salir a pesar de haberla escuchado incontables veces. Pero, ¿por qué la identificación tan grande con esta canción de sencilla letra?
Un episodio curioso rodea el origen de esta canción. Su partitura fue hallada por el mexicano Tony Camargo por allá en 1952 quien de inmediato quiso poner su voz para que las letras escritas por el sabanero Crescencio Salcedo pasaran a la inmortalidad. Esa grabación, la más popular de “Yo no olvido el año viejo”, data de finales de 1953 y de inmediato se instaló en el corazón de miles de familias colombianas y latinoamericanas. Ese pequeño ejercicio de memoria y agradecimiento por las cosas buenas que el tiempo ha dejado, que además también tiene el tono de una esperanza por lo que vendrá, contrasta con la miseria en la que su autor vería culminar sus días.
Fabricante de flautas artesanales, cuya venta le permitía vivir no sin apuros, Crescencio Salcedo falleció de un derrame cerebral en marzo de 1976, pensando tal vez que siempre hay que agradecer a la vida por aquello bueno que se tuvo y olvidar lo malo y los pesares. La metáfora de la chiva, la yegua blanca, la burra negra y la buena suegra, entre otras cosas “muy bonitas”, dicen mucho de un sentir que posiblemente ya no existe en nuestra manera de ver el mundo, inundada de mercancías y buenas intenciones solo traducibles en su equivalente monetario.
Crescencio Salcedo, oriundo de Palomino, Bolívar, murió en la total pobreza, a pesar de que las regalías por esta canción debieron ser suficientes para sostener varias generaciones de su familia. Este hombre campesino pasó a la historia por poner música y letra a un sentimiento universal, pero lo curioso es que su firma no aparece en prácticamente ninguna de sus composiciones porque él mismo decía que nadie compone nada y que el hombre lo único que hace es pulir un poco aquello que la cultura y la tradición le entregan.
Llegará el momento en que tonadas como esta ya no tengan ningún sentido para las generaciones venideras. No es posible afirmar si ese día se acerca presuroso. Mientras tanto, seguiremos viendo las lágrimas en las mejillas de los mayores que nos sobreviven cada vez que sus notas irrumpen. Porque nunca estaremos seguros de que aquello que hoy tenemos, podremos conservarlo en el futuro inmediato. Tampoco sabemos si el inclemente tiempo no se encargará de arrebatarnos todo eso por lo que hemos luchado. Y eso, en un país como Colombia, sí que es pan de cada día.
Por eso, todos aún lloramos porque aunque esta sea una canción para celebrar los triunfos y los esfuerzos emprendidos, también es la posibilidad nefasta de que la muerte puede estar próxima acechando en cualquier esquina. Como dice otra canción popular: “hoy tenemos, mañana no sabemos”. Una canción como esta es muestra de un temple por muchos años puesto a prueba, pero nos recuerda que también somos débiles, que el tiempo es devorador e irreversible, y que cada día estamos más cerca del momento final. Esa es la única certeza en toda su potencia. Somos hechos de tiempo, y de un tiempo que se agota, y el año nuevo a veces nos sirve para recordar que ganamos algunas batallas pero que no es de humanos ganarlas todas. Esta canción es como un testamento triste de esas cosas que hemos logrado pero que nunca son suficientes en nuestra mísera condición humana. Nada es suficiente, pero alguna cosa nos mantiene vivos, pensando que tal vez el año que viene será mejor.
Ese es posiblemente el tono de la gran mayoría de canciones que se bailan en la navidad y el fin de año. Un triunfo sobre la muerte que no sabemos si será el último. Y por eso bailamos con toda la fuerza que nuestro cuerpo es capaz de soportar, por eso amamos y lloramos como si fuera la última vez que lo hacemos. Por eso agradecemos al cielo una vez más que nuestros sentimientos son verdaderos y extremos, que no estamos vencidos y seguiremos dando la pelea. Pero con la certidumbre de que no sabemos si lo volveremos a hacer con la misma intensidad. Por eso, amigos, no hay que olvidar el año viejo. No hay que olvidar, porque la memoria nos sostiene, nos hace estar vivos.
Por Daniel Bonilla @Seppukultura