Por El Zudaca - @HaroldPardey
La música cuando solo se escucha por entretenimiento, no significa casi nada. A mediados del siglo XX, en las arterias urbanas de New York, emergió un renovador lenguaje callejero y sonoro, de raíces afro latinas y caribeñas: La Salsa. El espíritu revelador de nuestros ancestros, inspiró un poderoso cóctel cultural, que brotaba en cada esquina por la migración y la diáspora de miles de personas hacia la megalópolis americana.
Los latinos, mestizos, negros y mulatos habitaban esas barriadas sucias y marginales, pero rítmicas, algunos conformaban peligrosas pandillas que se intoxicaban en los delirantes paraísos de las drogas, y otros, desempleados, ocupaban el tiempo en hacer travesuras y asistir a los bailes en busca de una oportunidad. Entre ellos, el jibarito de Ponce, Héctor Juan Pérez Martínez (1946-1993), cuya vida orgiástica y prolífica obra, alcanzan la inmortalidad con el nombre artístico de Héctor Lavoe; primero con la orquesta “Fania All Stars“, y luego en solitario con distintos músicos dejando como legado un cancionero donde habitan sus pensamientos, opiniones, sueños y frustraciones en un relato de vida marcado siempre por un sino trágico alrededor de su familia y un vacío existencial que lo acompañaba en el planeta trampa, pues nunca pudo cicatrizar heridas profundas, como la temprana muerte de su madre, luego su hermano, también su hijo y suegra, además de una conflictiva relación con su padre y su compañera sentimental: La Puchi.
Con el sentimiento honesto de su voz, tan limpia en su nasalidad natural, cautivó el corazón del barrio salsero a finales de la década de los 60s, en cientos de canciones que traducen las alegrías y tristezas, de las nacientes ciudades del Caribe. Willie Colòn (su amigo y músico), quien lo conoció en el Bronx, fue quizás quien mejor lo retrató: “Graduado en la Universidad del Refraneo con altos honores. Miembro del Gran Circulo de los Soneros, poeta de la calle, maleante honorario, héroe y mártir de las guerras cuchifriteras donde batalló valientemente por muchísimos años. Los ‘capitanes de la Mandinga’ lo respetaban. Por eso lo bautizaron ‘El Cantante de Los Cantantes’. Los ‘beginers’ le temían. Cuando se trataba de labia, Héctor Lavoe era bravo. En cuestiones de negocio, amor y amistad, no lo era. El pueblo fue cómplice de esta tragedia. Héctor le podía mentar la madre a todo el mundo y el público se reía. Lo malcriaron”.
El hijo humilde de Panchita, la que cantaba en los entierros y de Luís, el que amansaba las guitarras, con su impecable fraseo fue el cronista vagabundo del dark side en el lumpen callejero, de cualquier ciudad dibujada, en este convulsionado y delirante mapa de la Babylonia globalizada, donde hay tantos juanitos alimañas como políticos y empresarios corruptos, y donde todo tiene su final, en la calle luna calle sol de nuestraAmérica Latina. [Lea también: SOBRE JACO PASTORIUS, O EL MORIR DE VIVIR]
En las venas urbanas de Cali, fue adorado con devoción, y vivió durante 6 meses entre 1982 y 1983 como cantante de planta en la discoteca Juan Pachanga, en Juanchito. “Lo trajo el empresario Larry Landa, para que se rehabilitara de su adicción a las drogas, pero aquí estaba la mata“, me cuenta el escritor Umberto Valverde, quien fue uno de sus amigos, en esas noches eternas, de vagancia, bohemia y academia, con músicos como el violinista Alfredo de la Fe, confidente y cable a tierra en la Calicalentura, del rey de la puntualidad.
En el imaginario popular caleño se tejen muchas anécdotas e historias, sobre la estadía de Lavoe, en el piso 15 del Hotel Aristi, en pleno centro, sus agresivas peleas con Larry Landa, al que estuvo a punto de incendiarle su auto, luego de un altercado. Sus presentaciones nocturnas en calzoncillos, un intento de suicidio, paseos por barrios populares como El Obrero y Alfonso López, el asedio de las mujeres, configuran una mitología, que se nutre también de presentaciones fantásticas en el puerto de Buenaventura.
Evocar al hijo nativo de Borinquén, es activar nuestra memoria sensitiva y carnavalesca, la de los cueros festivos, que se comunican con los orishas mientras tiramos paso en el tiempo sublime del guateque pesado, la plena, el son montuno, la guajira, la bomba, el danzón, el bolero, y toda la cosmogonía de la melodía brava, de una cofradía delirante en el Spanish Harlem, Brooklyn, y el South Bronx; que difuminaron sus canciones por todo el mundo, convirtiéndolo en un famoso cantante, ícono, leyenda y mito de la periferia.
Uno de sus biógrafos, el periodista puertorriqueño Jaime Torres Torres, en el libro “Toda cabeza es un mundo“, publicado en el 2003, afirmaba que “la comedia de Héctor Lavoe se enmarcó en el escenario de la vida real con la ayuda desinteresada de decenas de extras que se vistieron como él, o que simplemente satirizaron su personalidad artística de payaso y bufón, que, aunque muriéndose por dentro, endulzó la tristeza y el dolor ajenos “.
Hace 22 años, el hombre que respiraba debajo del agua fue sepultado en New York, en un carnaval funebrero de fanáticos que lo vieron cantar, drogarse y contaminarse de SIDA y rabia, con la soledad fagocitante e hipocresía mercantilista que pulula en la industria del espectáculo musical, pero su espíritu jocoso y contagioso sentido del humor, sigue siendo el puente entre el pasado y el futuro de nuestra cultura popular, reivindicando a los barrios pobres de toda América, que lo siguen llorando y bailando, en el pentagrama de esta tragicomedia conocida como la vida, pues como bien sentencia el poeta bonaerense Medardo Arias: “Nuestros cantores de salsa, es cierto son dioses imperfectos. Quizá por ello nos vamos tras su estela perniciosa, remando hacia un tiempo que no nos asegura la felicidad completa, pero nos distancia dulcemente de la muerte. La salsa tiene todos nuestros defectos y virtudes“.
¡Oye Héctor, vamo’ a reír un poco!, con tu música que vive en nuestra sangre, memoria y pueblo. Las carcajadas tiernas sobre el asfalto. No te enterramos, te sembramos en el barrio.
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