Justicia y Paz :: Sin justicia no habrá paz
Justicia y Paz :: Sin justicia no habrá paz
Por Jose Manuel Grueso Ramos – @josebatey
El primer recuerdo que tengo de discriminación, seguramente hubo anteriores, fue cuando teniendo unos siete años por medio de una carta le declaré mi amor a una niña de mi salón de clases y ella me la rompió en la cara diciéndome que no iba a tener nada conmigo porque “tu eres negro”, y por más que esto parezca una escena de Carrusel de la Américas entre María Joaquina y Cirilo, es así como la recuerdo. Los años pasaron y siempre era, junto a mis hermanos y alguno que otro colado, los únicos negros en los diferentes espacios en que nos encontrábamos, empezando por nuestra familia materna.
Nunca he pertenecido a ningún lugar. Nací en una ciudad que no me ha reconocido como propio, donde cada vez que conozco a alguien, su segunda o tercer pregunta o afirmación es: “¿De dónde eres?, porque de Bogotá no pareces”. Me construí en un espacio donde siempre se me reconoció como el diferente, pero no para respetar esa diferencia, sino para señalarla.
Soy hijo del desplazamiento forzado al que fue sometido mi padre que en búsqueda de continuar con su formación académica se vio obligado a dejar su Guapi natal entre el río, del mismo nombre, y el océano pacífico, que, si hoy es una región olvidada, en la década de los 60 no había quien la ubicara en el mapa.
Queriendo mantener el contacto con su tierra y su gente mi padre cada dos años nos llevaba a Buenaventura donde vivía mi abuela y el sentimiento era otro, había una conexión diferente, nunca me acostumbré a la precariedad de los servicios sanitarios, para mi ir a cagar a un hueco que caía al mar y al subir la marea mis desechos desaparecían; nunca fue cómodo, pero disfrutaba el estar ahí, la sensación era diferente al ser igual a la mayoría. Eran los 80 y el narcotráfico y el sueño americano ya impregnaban toda la sociedad porteña; el que había vuelto del norte, había coronado y era la envidia del pueblo mientras los otros veían como poder llegar a la tierra prometida del Tío Sam donde todos tus sueños se convertían en realidad. Fue ahí también que recuerdo a una de mis tías decirme que yo tenía que meterme con una mujer blanca para “mejorar la raza”, por que el nivel de melanina también es un indicador social, entre más clarito eras mejor, no eras un “patirusio” o un “peliquieto”.
En el bachillerato las cosas no fueron diferentes, en un colegio masculino de curas muchas veces fui víctima de comentarios, bromas, insultos por mi raza; pero gracias a la fuerte conciencia social y formación emocional que tuve en casa, nunca significaron mayor trauma para mí; de hecho no recuerdo haber respondido nunca de forma violenta a tales, seguramente mi madre debió dar una que otra pelea dentro del plantel contra alguna maestra que en ese momento me discriminó. En todo caso, en un colegio con miles de estudiantes, por que era una monstruosidad de institución, los negros se podían contar con los dedos de una mano.
Llegó la adolescencia y con ella las primeras salidas a escondidas de la casa, los primeros encuentros con la policía, quien sólo a mí me exigía documentos o me preguntaba de manera hostil de dónde venía o para dónde iba; cuando ya dejaba de estar cobijado por un uniforme de colegio y pasaba a ser sólo eso, “un negro”, que siempre era visto con sospecha. Por eso cuando veía un grupo de esos uniformes verdes prefería regresarme o cambiar de acera, con miedo, el mismo que sentían muchas personas que al verme caminar hacia ellas, actuaban de la misma manera. Mi miedo era justificado por la experiencia, el de ellos, estaba y lo sigue estando, guiado por el racismo. Pero así crecí, en una ciudad que me temía y a la que yo le temía, en especial a sus autoridades, le tengo pavor a ser llevado a la prisión, porque siempre he sentido que por cualquier razón puedo terminar encerrado por haber nacido con la piel negra…algo que para algunos es un delito.
Soy de una minoría privilegiada dentro de la población afrocolombiana que ha podido acceder a estudios superiores, no por que me haya esforzado más que los míos o por que mi disciplina y determinación me hayan llevado a eso, simplemente ha sido fortuita, obedece a un sin número de circunstancias que me pusieron ahí y a las que todos deberíamos tener acceso sin que eso obedezca a avatares del destino.
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En la Universidad Nacional, entre amigos, calle y rumba, continuó mi formación sin mucha diferencia, siempre fui “el negro”, apodo al que nunca me opuse, lo encontraba normal, nunca le di una connotación negativa y cómo dársela si mis tías, mis primas o mi mamá también me llamaban así. También obedece a mi forma de ser, nunca he sido muy beligerante y por el contrario evito entrar en discusiones o confrontaciones, pero esta forma de ser también ha sido permisiva y condescendiente con quienes me han menospreciado, subvalorado, atropellado y de esa misma manera permite que esas situaciones se perpetúen. Entendiendo eso y después de años de conversaciones a este respecto suelo corregir con un corto “mi nombre es Jose” esperando que no se molesten pero haciendo de esa corta frase una posición política.
Entre el trabajo y los amores he tenido la oportunidad de vivir en varios lugares del mundo, pero sin duda mi lugar en el mundo lo encontré en Senegal, ese país que tanto me recordaba a Buenaventura y donde me sentí como uno más. Fueron un par de meses allí, en que me acogieron como uno de ellos, en muchas ocasiones como el hijo perdido que regresaba a casa, donde todo se compartía, donde siempre había una sonrisa en el rostro y donde la limitante idiomática nunca fue un problema porque entre señas y gestos aprendimos a comunicarnos con el corazón. No quiero romantizar mi relación con el África occidental, simplemente hablo desde mi experiencia, esa misma que en Bogotá me hacía cambiar de acera al ver a un grupo de policías reunidos, pero que en esa tierra me permitió compartir con cualquier persona y nunca me sentí extrañamente observado o tratado. Si lo que sentimos y vivimos quienes compartieron conmigo ese tiempo en África se replicara en el mundo, creo que este sería un lugar mucho mejor para todos.
En mi opinión el problema racial en el mundo es una condición estructural que obedece a la necesidad del hombre blanco de perpetuar sus privilegios, creyendo que soltar un poco de ellos para que todos podamos estar en las mismas condiciones significa no estar en la cima, no ejercer el poder, no ser ganadores, porque para eso se educa y se forma en la sociedad occidental, para ser exitoso y ¿cómo se puede ser exitoso si no estás por encima de otro, si estás al mismo nivel?
Racismo en Colombia
Y en un país como Colombia eso se acentúa mucho más, nuestra alma arribista, el siempre creernos más que los demás por el motivo que sea, encuentra en el Afrodescendiente, el depositario de todos esos delirios de superioridad y grandeza. En Latinoamérica en general y en Colombia en particular, el papel del hombre blanco se le debe pasar al mestizo, ese criollo privilegiado que se quedó gobernando y dominando el país económicamente tras la salida de sus padres españoles y que no cede ni un milímetro de su posición de poder, ni frente al negro, ni frente a la mujer ni ante nada que no sea ellos mismos.
La indignación y explosión social que ha desatado estos días el asesinato de George Floyd a manos de un supremacista blanco uniformado de policía, hace que las personas blancas sientan temor y vean amenazados sus privilegios. Este asesinato ha actuado como un llamado a todos los Afrodescendientes del mundo a reclamar por justicia y donde no sólo debe corresponder a esta situación en particular, sino que reclama para que sin importar el país en el que nos encontremos exijamos justicia hacia nuestro pueblo, se necesitan cambios sociales profundos pero también económicos que sustenten esos cambios esperados.
Que así como en Estados Unidos los policías implicados en el asesinato de Floyd deben ser condenados, también en Colombia se debe perseguir y condenar a todo el que está asesinando, desplazando y acabando con los recursos naturales de las comunidades afrodescendientes desde el Sur de Nariño, del Cauca, Chocó, Cesar, Montes de María, y que el Estado deje de participar por acción o omisión del exterminio del pueblo afrodescendiente en Colombia y que se lleven a cabo acciones que permitan de manera real nuestra participación como ciudadanos, la cual no se remite solamente a nombrar una Ministra de Cultura, o unos funcionarios de 3er o 4to nivel de tez oscura que comulguen con el gobierno de turno, si no que correspondan a cambios reales en las políticas de Estado en pro de acabar con el racismo estructural y cultural, para finalmente poder encontrar en Colombia nuestro propio lugar.
A todos los que exigen una protesta “civilizada” y “pacífica” les quiero decir que llevamos años haciéndolo de esa manera y nada ha cambiado, que la revolución será disruptiva y fuerte, tanto como sea necesaria para que seamos escuchados, que así como durante años mi silencio colaboró en la perpetuación de comportamientos racistas ahora mi rabia, gritos y fuerza están puestos en esta revolución, por que de ninguna manera volverá a haber paz si no hay justicia.